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lunes, 1 de enero de 2024

"Credo mariano", de san Gabriel de la Dolorosa




CREDO MARIANO

San Gabriel de la Dolorosa
 
A fines de 1861, el religioso pasionista san Gabriel de la Dolorosa, con la autorización de su director espiritual, el p. Norberto de Santa María, compuso el "Símbolo de la Virgen". Se trata de una fervorosa declaración de alabanza y aceptación de las principales verdades sobre Nuestra Señora que, según afirma el p. Norberto, san Gabriel "llevaba pendiente del cuello". Él tenía la intención de escribirlo con su propia sangre, pero como no le fue concedido, lo redactó con tinta.

Creo que eres la Madre de todos los hombres, a los que recibiste como hijos, en la persona de Juan, según el deseo de Jesús.

              

Creo que eres, como declaraste a santa Brígida, la Madre de los pecadores que quieren corregirse, y que intercedes por toda alma pecadora ante el Trono de Dios, diciendo: 'Ten compasión de mí'.
               

Creo que eres nuestra Vida, y uniéndome a san Agustín, te aclamaré como única esperanza de los pecadores después de Dios.
               

Creo que estás, como te veía Santa Gertrudis, con el manto abierto, y que bajo él se refugian muchas fieras: leones, osos, tigres, etc. Y que tú, en lugar de espantarlas, las acoges con piedad y ternura.
               

Creo que por tu recibimos nosotros el don de la perseverancia: si te sigo, no me descarriaré; si acudo a ti, no me desesperaré; si tú me sostienes, no caeré; si tú me proteges, no temeré; si te sigo a ti, no me cansaré; si te alcanzo, me recibirás con amor.
              

Creo que tú eres el soplo vivificante de los cristianos, su ayuda y su refugio, en especial a la hora de la muerte, según dijiste a santa Brígida, pues no es costumbre tuya abandonar a tus devotos en la hora de la muerte, como aseguraste a san Juan de Dios.
               

Creo que tú eres la esperanza de todos, máxime de los pecadores; tú eres la ciudad de refugio, en particular de quienes carecen de toda ayuda y socorro.
              

Creo que eres la protectora de los condenados, la esperanza de los desesperados, y como oyó santa Brígida que Jesús te decía, hasta para el mismo demonio obtendrías misericordia, si humildemente te la pidiera. Tú no rechazas a ningún pecador, por cargado de culpas que se halle, si recurre a tu misericordia. Tú, con tu mano maternal, lo sacarías del abismo de la desesperación, como dice san Bernardo.


Creo que tú ayudas a cuantos ore invocan y que más solicita eres para alcanzarnos Gracias, que nosotros para pedírtelas.


Creo que, como dijiste a santa Gertrudis, acoges bajo tu manto a cuantos acuden a ti, y que los Ángeles defienden a tus devotos contra los ataques del infierno. Tú sales al encuentro de quien te busca y también, sin ser rogada, dispensas muchas veces ayuda y creo que serán salvados los que tú quieras que se salven.
               

Creo que, como revelaste a santa Brígida, los demonios huyen, al oír tu Nombre, dejando en paz al alma. Me asocio a san Jerónimo, Epifanio, Antonino y otros, para afirmar que tu Nombre bajó del Cielo, y te fue impuesto por orden de Dios.
               
Declaro que siento con san Antonio de Padua las mismas dulzuras al pronunciar tu Nombre que las que san Bernardo sentía al pronunciar el de tu Hijo. Tu Nombre. ¡oh, María!, es melodía para el oído, miel para el paladar, júbilo para el corazón.

               

Creo que no hay otro nombre, fuera del de Jesús, tan rebosante de Gracia, esperanza y suavidad para los que lo invocan. Estoy convencido, con san Buenaventura, de que tu Nombre no se puede pronunciar sin algún fruto espiritual. Tengo por cierto que, como revelaste a santa Brígida, no hay en el mundo alma tan fría en su amor, ni tan alejada de Dios, que no se vea libre del demonio si invoca tu santo Nombre.
               

Creo que tu intercesión es moralmente necesaria para salvarnos, y que todas las gracias que Dios dispensa a los hombres pasan por tus manos, y que todas las misericordias divinas se obran por mediación tuya, y que nadie puede entrar en el Cielo sin pasar por ti, que eres la Puerta. Creo que tu intercesión es, no solo útil, sino moralmente necesaria.
              

Creo que tú eres la Cooperadora de nuestra Justificación; la Reparadora de los hombres, Corredentora de todo el mundo. 

Creo que cuantos no se acojan con ti, como Arca de Salvación, perecerán en el tempestuoso mar de este mundo. Nadie se salvará sin tu ayuda.
               

Creo que Dios ha establecido no conceder Gracia alguna sino es por tu conducto; que nuestra Salvación está en tus manos y que quien pretende obtener Gracia de Dios sin recurrir a ti, pretende volar sin alas. 


Creo que quien no es socorrido por ti, recurre en vano a los demás santos: lo que ellos pueden contigo, tú lo puedes sin ellos; si tú callas, ningún santo intercederá; si tú intercedes, todos los santos se unirán a ti. Te proclamo, con santo Tomás, como la única esperanza de mi vida, y creo, con san Agustín, que tú sola eres solícita por nuestra eterna salvación.
               

Creo que eres la Tesorera de Jesús y que ninguno recibe nada de Dios, sino por tu mediación: hallándote a ti, se encuentra todo bien. 


Creo que uno de tus suspiros vale más que todos los ruegos de los santos, y que eres capaz de salvar a todos los hombres. 


Creo que eres Abogada tan piadosa, que no rechazas defender a los más infelices. Confieso, con san Andrés cretense, que eres la Reconciliadora celestial de los hombres.


Creo que eres la Pacificadora entre Dios y los hombres y el Señuelo Divino para atraer a los pecadores al arrepentimiento, como Dios mismo reveló a santa Catalina de Siena. Como el imán atrae el hierro, así atraes tú a los pecadores, según aseguraste a santa Brígida. Tú eres toda  ojos, y toda corazón para ver nuestras miserias, compadecernos y socorrernos. Te llamaré pues, con san Epifanio: «La Llena de ojos». Y esto confirma aquella visión de santa Brígida, en la que Jesús ote dijo: «Pídeme, Madre, lo que quieras». Y tú le respondiste: «Pido misericordia para los pecadores».


Creo que la Misericordia Divina que tuviste con los hombres cuando vivías en la Tierra, innata en ti, ahora en el Cielo se te ha aumentado en la misma proporción en que el sol es mayor que la luna, como opina san Buenaventura. Y que, así como no hay en el firmamento y en la tierra cuerpo que no reciba alguna luz del sol, tampoco hay en el Cielo ni en la tierra alma que no participe de tu misericordia.

 

Creo, también con san Buenaventura, que no sólo te ofenden los que ote injurian, sino también los que no te piden gracias. Quien te obsequia, no se perderá, por pecador que sea; al contrario, como asegura san Buenaventura, quien no es devoto tuyo, perecerá inevitablemente. La devoción a ti es el pase al Cielo, diré con Efrén.


Creo que, como revelaste a santa Brígida, eres la Madre de las Almas del Purgatorio, y que sus penas son mitigadas por tus oraciones. Por tanto, afirmo con san Alfonso, que son muy afortunados tus devotos y con san Bernardino, que tú los libras de las llamas del Purgatorio. 


Creo que tú, cuando subías al Cielo, pediste, y lo obtuviste sin ninguna duda, llevar contigo al Cielo a todas las Almas que entonces se hallaban en el Purgatorio.


Creo también que, como prometiste al Papa Juan XXII, libras del Purgatorio, el sábado siguiente a su muerte, a cuantos lleven tu Escapulario del Carmen. Creo en tu poder introduciendo en el Cielo a cuantos quieras. Por ti se llena el Cielo y queda vacío el Infierno.


Creo que los que se apoyan en ti no caerán en pecado, que quienes te honran alcanzarán la Vida Eterna. Tú eres el Piloto celestial, que conduce al puerto de la Gloria a tus devotos, en la barquilla de tu protección, como dijiste a santa María Magdalena de Pazzis. Afirmo lo que asegura san Bernardo: el profesarte devoción es señal cierta de predestinación, y también lo del Abad Guerrico: Quien te tiene un amor sincero, puede estar tan cierto de ir al Cielo, como si ya estuviese en él.

               

Creo, con san Antonio, que no hay santo tan compasivo como tú: das más de lo que se te pide; vas en busca del necesitado, buscas a quién salvar: Muchas veces salvas a los mismos que la Justicia de tu Hijo está a punto de condenar, como enseña el Abad de Celles. Por tanto, estoy convencido de la verdad que se contiene en la visión que tuvo santa Brígida: Jesús te decía «Si no se interpusieran tus oraciones, no habría en este caso ni esperanza, ni misericordia». Opino también, con san Fulgencio, que si no hubiera sido por ti, la Tierra y el Cielo habrían sido destruidos por Dios.


Creo, como revelaste a santa Matilde, que eras tan humilde que, a pesar de verte enriquecida de fones y gracias celestiales sin número, no ote preferirías a nadie. Y que, como dijiste a santa Isabel, benedictina, te juzgabas vilísima sierva de Dios e indigna de su Gracia.


Creo que por tu humildad, ocultaste a san José tu Maternidad, aunque aparentemente pareciera necesario manifestárselo, y que serviste a santa Isabel y que en la Tierra buscaste siempre el último puesto. 


Creo que, como revelaste a santa Brígida, tuviste tan bajo concepto de ti misma porque sabías que todo lo habías recibido de Dios, por ello en nada buscaste tu gloria, sino la de Dios únicamente. 


Creo, con san Bernardo, que ninguna criatura del mundo es comparable contigo en la humildad.


Creo que el fuego del amor, que ardía en tu Corazón para con Dios, era de tal ardor, que al instante hubiera encendido y consumido el Cielo y la Tierra, y que en comparación de tu amor, el de los santos era frío. 


Creo que cumpliste a la perfección el precepto del Señor «Ama a Dios», y que desde el primer instante de tu existencia, tu amor a Dios fue superior al de todos los Ángeles y Serafines. 


Creo que debido a este intenso amor tuyo a Dios, jamás fuiste tentada, y que nunca tuviste un pensamiento que no fuera para Dios, ni dijiste palabra que no fuera dirigida a Dios.


Creo, con Suárez, Ruperto, san Bernardino y san Ambrosio, que tu Corazón amaba a Dios, aun cuando tu cuerpo reposaba, de manera que se te puede aplicar lo que dice la Sagrada Escritura: «yo duermo, pero mi Corazón vela», y que mientras vivías en la Tierra, tu amor a Dios nunca fue interrumpido.


Creo que amaste al prójimo con tal perfección, que no habrá quien lo haya amado más, exceptuando a tu Hijo. Y que aunque se reuniera el amor de todas las madres para con sus hijos, de los esposos y esposas entre sí, de todos los santos y ángeles del Cielo, sería este amor inferior al que tu profesas a una sola alma

              

Creo que tuviste, como dice Suárez, más fe que todos lo ángeles y santos juntos: aun cuando dudaron los apóstoles, tú no vacilaste. Te llamaré pues, con san Cirilo, «Centro de la fe ortodoxa».


Creo que eres la Madre de la santa esperanza y modelo perfecto de confianza en Dios. Que fuiste mortificadísima, tanto que, como dicen san Epifanio y san Juan Damasceno, tuviste siempre los ojos bajos, sin fijarlos jamás en persona alguna.

              

Creo lo que dijiste a santa Isabel, benedictina: que no tuviste ninguna virtud sin haber trabajado para poseerla, y, con santa Brígida, creo que todas tus cosas dabas entre los pobres, sin reservarte para ti más que lo estrictamente necesario. 


Creo despreciabas las riquezas mundanas. 


Creo que hiciste voto de pobreza.


Creo que tu dignidad es superior a todos los ángeles y santos y que es tanta tu perfección, que solo Dios puede conocerla. 


Creo que, después de Dios, lo máximo es ser Madre de Dios, y que por tanto no pudiste estar más unida a Dios sin ser el mismo Dios, como decía san Alberto.


Creo que la dignidad de Madre de Dios es infinita y única en su género y que ninguna criatura puede subir más alto. Dios pudo haber creado un mundo mayor, pero no pudo haber formado criatura más perfecta que tú.


Creo que Dios te ha enriquecido con todas las gracias y dones generales y particulares que ha conferido a todas las demás criaturas juntas. 


Creo que tu belleza sobrepasa a la de todos los hombres y los ángeles, como reveló el Señor a santa Brígida. 


Creo que tu belleza ahuyentaba todo movimiento de impureza e inspiraba pensamientos castos.


Creo que fuiste Niña, pero de Niña sólo tuviste la inocencia, no los defectos de la niñez. 


Creo que fuiste Virgen antes del parto, en el parto y después del parto; fuiste Madre sin la esterilidad de la virgen, sin dejar por ello de ser Virgen, trabajaba, pero sin que la acción distrajera; orabas, pero sin descuidar tus ocupaciones. Moriste, pero sin angustia, ni dolor ni corrupción de tu cuerpo.


Creo que, como enseña san Alberto, fuiste la primera en ofrecer, sin consejo de nadie, tu virginidad, dando ejemplo a todas las vírgenes, que te han imitado, y que tú, delante de todas, llevas el estandarte de esta virtud. Por ti se mantuvo virgen tu castísimo esposo san José. 


Creo también que estabas resuelta a renunciar a la dignidad de Madre de Dios, antes que perder tu virginidad.



1° de enero de 2024, solemnidad de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios.
Entrada dedicada a ella.
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